El dolor es una señal que nos alerta de la presencia de una lesión, alteración o daño que se produce en nuestro organismo. Imaginemos que nos quemamos la mano con el horno. Lo que ocurre entonces es que las terminaciones nerviosas encargadas de recibir la información sensorial del exterior y del interior de nuestro cuerpo, denominadas nocioceptores, envían en décimas de segundo, esta información a nuestro sistema nervioso. Así, el cerebro la interpreta y pone en marcha una serie de mecanismos necesarios para solucionarlo. La consecuencia de ese dolor es apartar el brazo, pensar qué puedo hacer para aliviar ese dolor y que nuestro sistema inmune se ponga en marcha para empezar el proceso de cicatrización. Digamos que es algo así como que llega la señal a la localización afectada, sube al cerebro y esta señal se devuelve al lugar de procedencia.
Con el ejemplo anterior es más fácil de comprender cómo funciona esto del dolor, pero entonces ¿qué pasa si hablamos de dolor de cabeza?
El cerebro no cuenta con nocioceptores, por lo que en realidad, el cerebro no te puede doler. Así, cuando se siente dolor en la cabeza, lo que en realidad ocurre es que los tejidos nerviosos, las meninges, los vasos sanguíneos o los músculos de alrededor del cerebro están teniendo algún tipo de inflamación, dilatación o alteración, enviando la señal al cerebro de que algo va mal, produciéndose un dolor generalizado en la cabeza. ¿No es curioso?
Conocer este hecho nos ha permitido hacer grandes avances, como realizar operaciones o intervenciones cerebrales con el paciente despierto, reduciendo el riesgo de alterar el adecuado funcionamiento cerebral.
Cristina de la Fe
Neuropsicóloga
Psicóloga sanitaria