Te conocí en la Unidad de Cuidados Intensivos. Nos separaban unos metros y una mampara. No te vi. Tampoco yo estaba en condiciones de incorporarme: miraba al techo y te escuchaba. Si no te importa, te voy a llamar Lucía.
Durante una semana estuve oyendo tus lamentaciones que, a modo de contrapunto, acompañaban la melodía inquietante de una orquesta formada por monitores cardiovasculares, medidores de oxígeno, drenajes, sondas pleurales y respiradores. De vez en cuando, en el estribillo de la noche, el goteo de un suero, marcaba el pulso.
Tu voz, Lucía, era firme y radiante. Me sorprendió, mostrabas una energía inusual a pesar de tu edad y de tu estado. En el tiempo en que estuve consciente, no recibiste visitas. Solo el dolor y tus súplicas, pidiendo medicación o algo que beber, resquebrajaban el tono afanado que mostraste en otras ocasiones. Quizás, simplemente, necesitabas acabar con tanta soledad. Te escuché cuando comentaste «no me queda nadie».
Lucía, me contaste que te habías jubilado hacía más de treinta años. Que habías sido maestra; «de las primeras de Educación Infantil», recalcaste. Que no quisiste jubilarte a los sesenta, aunque tenías suficientes cursos de servicio. Que apuraste hasta el final: más de cuarenta años en un aula, dijiste.
Yo hice un cálculo rápido: como mínimo, ochocientos niños y niñas aprendieron contigo.
Yo no te lo quise decir en ese momento, no me parecía lo más apropiado y tampoco soy de los valientes, —ya me empiezas a conocer—, pero aquella sinfonía olía a réquiem y sonaba a gladiolos y claveles. Uno aprende a descifrar los murmullos y miradas del personal sanitario. Y la letra de aquella canción ya estaba escrita y te la dedicaban a ti.
Desde que te dejé en aquel hospital, he querido dibujar tú rostro, Lucía. Te he imaginado en el aula, corriendo detrás de algún alumno y preguntándote al final de cada curso que qué habías hecho para merecerte tanto.
Nadie que no quiera merece morir sola. Y tú no querías. Así que deseo pensar que un chiquillo, de esos ochocientos, te acompañó hasta el último momento, tomando tu mano con decisión, pero sin ejercer ninguna presión, igual que hiciste tú, hace treinta y ocho años atrás, el día que él fue por primera vez al cole, llorando desconsoladamente.
Ya te habrás dado cuenta que aquí nos olvidamos pronto de las heroínas: las enterramos a aplausos. Así que tampoco te preocupes. Todo se andará.
¿Sabes por qué te llamo Lucía? Porque significa dos cosas: «luz» y también «la que nació con la primera luz del día». Ambas acepciones me parecen más que adecuadas, dadas las circunstancias que estamos viviendo. Tú has sido luz y sigues naciendo, con la primera luz del día, cada vez que Mapi, Érika, Alicia, Yazmina, Luli, Rosi, Juana, Mª Nieves, Ana, Verónica, Fátima, Laura, Arminda, Orbe, Mónica, Noelia, Raquel, Rosa Delia, Luz Marina, Inma, Sandra, Lourdes, Hau, Mª del Mar, Marifa, Mayte o Ana, abren la puerta de su aula y reciben con una sonrisa a setecientos noventa y nueve alumnos y alumnas.
Seguro que ellas, también como yo, creen que nadie que no quiera merece morir sola.
Daniel Martín
Maestro, narrador oral y escritor
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