Lía empezó a escuchar aquellos ruidos al comienzo de la temporada de lluvias. Así que no le extrañó el repentino crujir del edificio, que protestaba por cada cambio de estación. Inicialmente tampoco le llamó la atención que siempre se produjeran de noche, cuando solo se acostumbraba a oír el lejano y disonante chillido de las gaviotas, al que ya se había habituado hacía siete años, cuando llegó a la isla para trabajar en la biblioteca.
Oyó un afilado gemido y supo que estaban entrando en las salas de lecturas durante la noche. No lo hacían siempre. Las visitas se producían de manera ocasional. Eran dos, porque uno solo no bisbisea, a no ser que estuviera loco, y los tarados en esta isla se tiraban por el acantilado o morían ahogados, pero no entraban a hurtadillas en la única biblioteca del pueblo durante la noche.
Tampoco se atrevió a bajar. Le aterraba lo desconocido, un cuchillo de aire recorría su espalda y dibujaba sobre ella el miedo, que le paralizaba, como cuando me acompañaba a pescar: se le atrofiaban las palabras, se le helaba la lengua, se le encogía el pecho. Lo único que conseguía hacer, era cerrar la puerta por dentro y acurrucarse en la silla, con una manta por encima y una taza caliente de café entre sus manos.
Esa noche lo había preparado. En algunas zonas, los maderos del suelo, con el paso del tiempo y las continuas contracciones, se habían producido pequeñas grietas que le servirían de mirilla. Lo más que podía ocurrir era que se dieran cuenta de que ella los estaba observando. Nada malo le harían: ya lo habrían hecho antes. No faltaba ningún libro. Y todo permanecía igual a la mañana siguiente de como Lía lo había dejado la noche anterior. Así que colocó la alfombra de tal manera que pudiera tenderse sobre ella boca abajo, mirar por el agujero y silenciar sus movimientos.
Eran cerca de la una. Se había quedado dormida. Despertó de repente cuando escuchó como una ventana cedía. Ligeros pasos, murmullos y algunas risas cómplices. Una joven y un muchacho se colaban por el pasillo de la literatura infantil y juvenil.
Le quitó la gorra que dejó caer al suelo y le agarró el pelo; le echó la cabeza hacia atrás y comenzó a besarlo enfuresidamente hasta casi asfixiarlo. Cuando él emitió un quejido, ella separó sus labios y le permitió coger aire, mientras le mordisqueaba el cuello. Él aprovechó ese momento de respiro para meter su mano entre las piernas de la mujer, que separó ligeramente y permitió el paso de los dedos que, cuando tocaron lo que buscaban, la inmovilizó unos segundos; ella cerró los ojos y volvió a lanzarse sobre los labios del muchacho.
Cayeron al suelo y sus cuerpos se ocultaron detrás de la estantería que albergaban las obras de Atanasio de Alejandría, Tomás de Aquino, Karl Rahner y otros teólogos. Lía solo podía ver cómo los pies de los amantes se entrelazaban. Escuchaba pequeños y confusos sonidos que se mezclaban con el contrapunto del alcatraz y el inarmónico canto de la gaviota. Aquel pasional jazz session acabó de repente y se produjo un silencio. La bibliotecaria imaginó un abrazo o una caricia o un beso tibio.
La luz de la luna entraba firme por los grandes ventanales de la planta baja del edificio. Cuando la joven se incorporó, su rostro a contraluz dibujó un perfil inconfundible. Lía sonrió, porque la vida siempre se abría paso en aquel olvidado cacho de tierra, refugio de desheredados que, perseguidos por la soledad, recalaban aquí. Sonrió, porque el amor siempre buscaba una rendija por la que colarse. Sonrió, porque Madrugá, la niña de voz aterciopelada, de mirada tibia, la que siempre llevaba su mano izquierda escondida en el bolsillo del pantalón de lana, ya no lo era. Sonrió, porque se sintió húmeda y supo que el deshielo, por fin, había comenzado por ella y que yo no iba a detenerlo.
(Relato extraído del libro "Cinco mil doscientas treinta y nueve palabras para el camino", publicado por Bilenio Publicaciones con ilustraciones de Álex Falcón)
Daniel Martín
Maestro, narrador oral y escritor
www.danielmartincastellano.com