Daño cerebral: no siempre es lo que parece
Si te pido que pienses en una persona con daño cerebral, ¿cómo te la imaginarías? Piénsalo un segundo. Estoy segura de que, automáticamente, has pensado en alguien con unos rasgos o características físicas concretas. Pero, ¿y si la lesión no implicase alteraciones observables? Hablemos de la cara invisible del daño cerebral
Es normal que pensemos que una persona con daño cerebral es alguien con déficits importantes, con secuelas e incapacidades claramente observables porque, en efecto, esto sucede. Nadie dudaría del daño cerebral de una persona que presenta dificultades para andar o para hablar y expresarse. Sin embargo, no siempre es así. Podemos encontrarnos con personas que, desde fuera, jamás diríamos que han sufrido un Daño Cerebral Adquirido (DCA).
Las alteraciones en el Daño Cerebral no son exclusivamente físicas, sino que también pueden ser cognitivas, conductuales y/o emocionales. Y éstas, no siempre son observables, sino que pueden pasar desapercibidas, ser invisibles hacia el exterior, aunque no para el que las sufre.
La lentitud en el procesamiento de la información, las dificultades para hacer varias cosas a la vez -como cocinar mientras mantienes una conversación-, o discernir lo relevante de lo que no -como cuando ignoras el ruido del entorno para centrarte en una conversación-, las dificultades para tomar decisiones, para calcular adecuadamente el tiempo que te puede llevar hacer x gestiones y estimar si , por tanto, te va a dar tiempo a llegar al partido de tu hija/o… Esto es mucho más complicado de apreciar, aunque no por ello menos incapacitante.
Recuerdo a un paciente con el trabajé hace unos años. Había sufrido un ictus y comenzamos la Rehabilitación Neurológica unos meses después tras su alta hospitalaria. Era programador informático y en la exploración cognitiva, el funcionamiento cerebral se ajustaba a lo esperado para su edad y nivel educativo, a la normalidad. No mostraba secuelas o alteraciones físicas ni del comportamiento. Pero él me decía: “No soy el mismo de antes”. Ahora no era igual de rápido detectando errores en los programas y solucionándolos y además, tras un tiempo programando, le dolía mucho la cabeza y empezaba a cometer errores porque “olvidaba” lo que era un comando que había puesto al inicio. Normal, querido A, hablamos de fatiga y sobreesfuerzo cognitivo (el cerebro “se quedaba sin batería”), y de dificultades en las funciones ejecutivas de automonitorización (verificar, controlar y modificar conductas/tareas/respuestas) y de memoria de trabajo (mantener y manipular datos mentalmente), entre otras. Pero estas dificultades eran para con él. Es decir, en comparación con su desempeño cognitivo previo a la lesión.
Esto genera, desde mi punto de vista, dos sesgos importantes:
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Asumir que una persona con Daño Cerebral tiene un aspecto/presencia determinada, olvidándonos de todos aquellos que, pese a no cumplir ese prototipo, sufren alteraciones que repercuten en su vida diaria y la de sus familiares (en mayor o menor medida).
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Asumimos que a más signos físicos mayor gravedad de la lesión o viceversa. No tiene por qué. Una persona puede presentar una afectación importante, observable desde afuera (como pacientes en silla de ruedas, con traqueostomía, con PEG, ese tubo que va desde pared abdominal hasta el estómago y sirve para alimentarse cuando no es posible por vía oral, hemiplejía corporal…) y tener un buen desempeño cognitivo.
Sabiendo esto, si ahora te vuelvo a pedir que te imagines a una persona con Daño Cerebral Adquirido, ¿cómo te la imaginarías?
Cristina de la Fe
Neuropsicóloga
Psicóloga sanitaria